Un juicio en la selva, Narciso, la Callas, la Monroe y… yo.

Sobre la imagen, el liderazgo y lo que ocurre cuando el personaje se cae.

Había una vez… (¡Cómo me gusta comenzar así!) un juicio en la selva.

Buscan castigar al culpable de la muerte del León.

La Fiscal, una tigresa impecable, acusaba que la muerte fue causada por el Búho, intencionalmente, al no haberle advertido al rey el peligro que lo acechaba.

La Defensa, una zagaz y astuta hiena, sostenía que no había habido intención alguna del guardián.
Simplemente se quedó dormido.

El Tribunal estaba formado por un tortugo, una jirafa y una serpiente encantadora, bellísima.

Comienza el juicio.

El tortugo y la jirafa tomaban apuntes mentales de las declaraciones de los testigos:
un chimpancé divertido, una hurraca gritona, un oso hormiguero vergonzoso y una cebra escandalizada por el juicio.

Mientras tanto, la bella serpiente se miraba al espejo.
Se delineaba sus pestañas.

Había llegado a ese lugar de poder merced a una carrera impecable.
Estudiosa, astuta. Se proyectaba como una jurista notable.

Pero (siempre los hay), estaba más ocupada en mirarse al espejo que en escuchar.
Le divertían más sus poses de Instagram que la búsqueda de justicia.

Un instante, sin embargo, la sorprendió.
Se quedó quieta, espejo en mano, y notó una sombra bajo sus ojos.
Fue solo un segundo, pero pareció un abismo.
Parpadeó.
Se recompuso.
Siguió delineándose. Sin prestar atención a nada más que a la imagen perfecta que devolvía el espejo.

Los animales congregados pidieron que la destituyeran.
Era una ofensa.

La serpiente, contraída y furiosa, intentó defenderse.
El Consejo de Magistrados —formado por los sabios elefantes, conocedores y memoria viviente de la Ley de la Selva— la destituyó.

El motivo: su vanidad.

Pensé en ella.
Y me acordé de Callas.

Hace poco vi María, la película sobre María Callas.
En una escena se cruza con Marilyn Monroe. No hacen falta muchas palabras.
Basta la presencia de ambas en ese mismo plano para que se entienda algo más profundo:

Dos mujeres que, en el fondo, compartieron un destino.
Las dos murieron por exceso de pastillas, cerca de los cincuenta años.
Las dos sostuvieron durante demasiado tiempo una imagen que el tiempo iba borrando.
Las dos, podríamos decir, se ahogaron en ella.

Me acordé de la serpiente.
Y de Narciso.

Cuenta su leyenda que era un joven tan bello que se enamoró de su imagen reflejada en el agua y terminó por ahogarse en ella.
No por accidente, sino por insistencia: por no poder, o no querer, dejar de mirarse.

Y la serpiente…
Una carrera ascendente.
Un deber incesante.
Una imagen de integridad, de rigor, de poder.
Y un final que no se parece a un cierre, sino a un colapso.

No puedo, no quiero juzgarla.
Siento algo más parecido a la pena, no como condescendencia, sino como reconocimiento de una fragilidad compartida.

¿Cuánto es suficiente?
¿Qué necesitamos para despertarnos, para darnos cuenta?
¿Hay acaso una alarma, un botón de pánico que nos advierta?

Callas, en la película, se niega a escuchar a los médicos.
“No tengo tiempo”, repite.

Y sin embargo, hay tiempo para sentarse en un café parisino a esperar que alguien la reconozca.
No como mujer, ni siquiera como artista.
Sino como ese personaje que alguna vez fue, y al que no puede dejar de aferrarse.

“No hay vida fuera del escenario”, se repite.

Imagino a Narciso silenciando las alarmas de la serpiente, de la Callas y de la Monroe.
¿Y mis alarmas?

Mirando fijamente su reflejo en el agua, sin notar que ya no hay belleza, sino restos.
Cuerpos agotados por intentar coincidir con una imagen.
Una imagen que ya no devuelve vida, sino ausencia.

Y tal vez lo más crudo no sea el reflejo, sino lo que queda después:
la podredumbre.

No como metáfora, sino como materia.
No hay redención en ella.
No hay belleza secreta esperando emerger.
Solo eso que se descompone. Eso que se hunde.

Pero es ahí —justamente ahí— donde algo se vuelve imposible de negar.
No lo sublime.
No lo transformador.
Sino lo inevitable.

Ahí donde la imagen ya no sostiene, donde el personaje se ha vaciado, donde el cuerpo cede.
Ahí, en esa quietud oscura, tal vez podamos al fin vernos.

No para empezar de nuevo.
No para sanar.
Solo para reconocernos en lo que queda cuando todo lo otro cae.

Como abogado, he aprendido a sostener una imagen: firme, capaz, invulnerable.
Como muchos en roles de liderazgo, la he cultivado con disciplina, con la búsqueda de la perfección, con méritos, con años.

Pero a veces me pregunto:
— ¿Qué partes de mí he dejado fuera del encuadre para que esa imagen se mantenga intacta?
— ¿Qué no estoy viendo por mirarme tanto desde afuera?
— ¿Qué convicción real me mueve, más allá del reflejo?
— ¿Existe una grandeza que no necesite espejos para afirmarse?

Porque cuando la imagen empieza a resquebrajarse —y siempre lo hace—, no hay título ni rol que alcance para sostenernos.

¿Qué ocurre cuando el personaje que habitamos deja de sostenernos?
¿Qué ocurre cuando la corbata, el traje, el disfraz… se caen?

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