No doy más: notas desde la abogacía

No fue el primero; sí el más enfático. La rabia, el enojo pudieron más.
“¡No doy más! Todo es un problema. No llego a hacer todo lo que tengo que hacer. Los jueces son resentidos y lo único que hacen es poner trabas”. (Palabras de un abogado ante un problema procesal, que con un poco de trabajo y astucia es solucionable).
Otro día, otra voz: “¿No se da cuenta mi socio lo que estoy pasando? ¿Qué más pretende que haga? ¡No doy más!” (palabras de una abogada).

Comencé mi práctica de abogacía hace más de 30 años y no recuerdo año, mes o día en que no haya pasado por el mismo lugar, por la misma emoción, por la misma sensación somática. Personas distintas, problemas diferentes. La conclusión, siempre la misma: no doy más. Esa frase es la primera señal que recibimos, y sin embargo nos cuesta darle valor. A la mañana siguiente volvemos a colmar el vaso, a colmar la vida. La abogacía tiene mucho de eso: creer que cuanto más hacemos, mejores somos. Por eso insistimos, por eso nos colmamos una y otra vez. El malestar no es un accidente: es el síntoma de una profesión que proclama ideales de justicia y vocación, pero que en la práctica premia el control, el aislamiento y la competencia deshumanizada. La inseguridad, la desconexión y la impotencia no son fallas individuales: son el precio de pertenecer a un sistema que ha olvidado cómo cuidar a quienes lo sostienen.

La abogacía se encuentra en una encrucijada. La automatización ya transforma tareas repetitivas; como dijo Michio Kaku (https://www.daniel-russo.com/blog/el-futuro-del-trabajo-legal-no-es-tecnolgico-es-humano), el futuro del trabajo legal dependerá de nuestra capacidad para comprender el comportamiento humano. Y es precisamente esa capacidad —el corazón de lo que nos hace humanos— la que hoy está en riesgo por la “cultura del ajetreo” (hustle culture): un paradigma que glorifica la ambición desmedida y la hiperproductividad, donde el logro visible pesa más que la realización interna, y las ganancias inmediatas se priorizan por encima de la estabilidad emocional, la salud y el sentido del hacer. Nos instala la creencia de que solo valemos en la medida en que producimos, crecemos y mostramos resultados.

Un apunte histórico, breve: del ocio y la contemplación valorados en la antigua Grecia a la ética protestante que volvió al trabajo un camino hacia el paraíso en la tierra, el trabajo pasó a ocupar el centro de la vida moderna. Allí germinó una cultura que empuja a “esforzarse todo el día y dormir cuatro horas por noche” para alcanzar el éxito: una épica de la validación externa antes que de la satisfacción interna.

El cuerpo, la emoción, el lenguaje, la práctica y la historia

El cuerpo no dice mentiras: expresa, con síntomas y adicciones, el agotamiento de una profesión que niega descanso, placer y conexión consigo mismo. Mientras la ley protege la integridad física de los ciudadanos, sus operadores sostienen rutinas que erosionan su salud. Se instala una disociación: cuerpos tensos que soportan una máscara de éxito. El cuerpo del abogado, lejos de ser territorio de poder, se vuelve campo de batalla. ¿Cómo liderar desde un cuerpo que se desconoce o se maltrata? ¿Cómo re-habitarlo como espacio de presencia, escucha y decisión?

La emocionalidad dominante es el miedo, seguido de la ansiedad, la desconfianza y la vergüenza. Se exige empatía, pero se castiga la vulnerabilidad. Esa represión genera profesionales que se endurecen para sobrevivir y terminan aislados o desconectados. ¿Qué emociones estamos dispuestos a habitar para transformar la práctica?

El lenguaje cotidiano se ha vuelto defensivo e instrumental. Hablamos para imponer, escuchamos para refutar. Cuando la palabra deja de nombrar lo que importa, se empobrece el mundo: pedir ayuda se vuelve difícil; declarar intenciones propias, casi imposible. ¿Qué conversaciones estamos evitando? ¿Qué palabras podrían abrir un futuro distinto?

La práctica profesional se rige por la lógica de la productividad y el culto al sacrificio. La abogacía deja de reconocerse como servicio o vocación y se vuelve supervivencia en un sistema extractivo. La disonancia entre lo que hacemos y lo que valoramos produce desmotivación, cinismo y burnout. ¿Qué sentido tiene la práctica del abogado hoy? ¿Para qué se es abogado?

El relato del “héroe solitario, racional y exitoso” está agotado. La desconexión de una historia personal significativa deja al profesional a merced de narrativas ajenas —prestigio, estatus, facturación—, sin raíces ni visión.

Un dato que incomoda: diversas investigaciones en el campo muestran tasas preocupantes de consumo problemático de alcohol, depresión, ansiedad y pensamientos suicidas en la profesión. No es un tema marginal ni “personal”. Es un síntoma.

El Juego del Rendimiento Infinito

Si hubiera que darle un nombre a este sistema, sería “El Juego del Rendimiento Infinito”: no tiene pausa ni final claro y, aunque muchos lo juegan, casi nadie se siente ganador. El objetivo visible es demostrar valor profesional a través del rendimiento constante; el no declarado es sostener imagen, escalar y facturar sin mostrar fisuras. No hay equipo: hay competencia. Clientes, jueces, colegas y adversarios aparecen como piezas de un tablero. Se juega con un cuerpo cada vez más desconectado y con el lenguaje técnico como escudo; en estudios jurídicos, tribunales, espacios virtuales y en cualquier rincón donde el celular tenga señal. Es indispensable estar siempre disponible, competir, no mostrar duda ni agotamiento. Está prohibido pedir ayuda, frenar, sentir. Está permitido refugiarse en el tecnicismo y naturalizar el malestar. Las estrategias: maximizar la facturación, ser más rápido, más agudo, más resolutivo, jugar solo y postergar la vida aun cuando uno se caiga por dentro. Este juego reproduce cinismo, fragmentación y desgaste: la humanidad se vuelve un riesgo; el cuidado, un lujo; la vocación, un recuerdo.

El marketing y la publicidad, con su sutileza omnipresente, explotan deseos y presentan como esenciales cosas que nos alejan de la conexión que más necesitamos. Para transformar el panorama, necesitamos cultivar autoconciencia, honrar nuestras necesidades y respetar las ajenas. La presión por producir y mostrar resultados inmediatos erosiona las bases de un liderazgo humano y sostenible.

Explorar para diseñar otra práctica

1. Somática. ¿Cómo sería habitar el cuerpo como fuente de poder y presencia? ¿Qué cambiaría en la forma de escuchar, mirar, entrar a una audiencia o a una conversación difícil? ¿Cómo moverse con confianza sin tensión; con firmeza sin rigidez; con cuidado sin sumisión?

2. Emoción. ¿Cómo sería reconocer la vulnerabilidad como parte del liderazgo? ¿Qué posibilidades se abrirían si en lugar de esconder el miedo, la duda o la tristeza, se los transformara en puentes hacia la confianza y la colaboración?

3. Lenguaje. ¿Y si el lenguaje no solo defendiera, sino que también creara futuros posibles? ¿Qué conversaciones habilitaríamos si habláramos desde lo que queremos cuidar y no solo desde lo que queremos ganar?

4. Práctica. ¿Cómo sería una práctica coherente con el propósito y con lo que verdaderamente valoramos? ¿Qué ritmos, pausas y decisiones concretas configurarían un ejercicio sustentable, vivo y conectado con la vocación?

5. Historia. ¿Qué relato queremos escribir con el hacer cotidiano? ¿Somos autores o rehenes de nuestra biografía profesional?

El Juego del Abogado Presente

Probar otro juego no es épico: es habitable.

El “Juego del Abogado Presente” desplaza el eje del control al cuidado, de la competencia a la colaboración y del hacer automático al hacer con sentido.

Estar presente es sentir, elegir, cuidar.

El propósito: alcanzar resultados que importan y crearlos desde lo que importa. El objetivo: producir resultados en coherencia con ese propósito, con el cuerpo presente, con vínculos reales y con una práctica que sea fuente de vitalidad, no de desgaste. Se juega con otros, no contra otros. Cliente, colega y adversario dejan de ser piezas para volver a ser personas con las que tejer acuerdos posibles. Se juega con el cuerpo como radar; con emociones como brújula; con lenguaje como acto creador; con prácticas conscientes; con una historia que se escribe desde un presente elegido. Está prohibido ganar a cualquier precio, habitar el personaje sin habitar el cuerpo, callar lo que duele o romper el vínculo por el resultado. El abogado puede sentir, equivocarse, rediseñar el camino, pedir ayuda y volver a empezar. Las estrategias: estar presente y centrado; escuchar antes de responder; sostener el conflicto sin romper la relación; medir el éxito por la capacidad de generar confianza, reparación y posibilidad; decidir desde el propósito, no desde el miedo; cuidar lo humano mientras se logra lo jurídico. Este juego no solo transforma al abogado: reconfigura la práctica jurídica y construye un estándar donde el derecho vuelve a ser herramienta de dignidad, acuerdo y cuidado. Jugarlo implica elegir, cada día, cómo quiero ser abogado.

A modo de cierre

Es posible que mucho de esto suene idealista o difícil de llevar a la práctica. El sistema jurídico no cambia fácil y el cansancio de hoy pide respuestas concretas. Tal vez no se trate de elegir entre lo utópico y lo útil, sino de empezar por actos pequeños, posibles, silenciosos.

Interrumpir el día por tres minutos para respirar antes de una audiencia.

Preguntarnos, al terminar un escrito: “¿Esto que redacté también me representa a mí, no solo a mi cliente?”.

Hablar una vez al mes, entre colegas, no sobre los casos sino sobre cómo estamos.

Decir: “Hoy no estoy bien, ¿podemos reorganizar esto?”.

No van a reformar el sistema de un día para el otro, pero son micro-desobediencias al rendimiento infinito y gestos de cuidado y presencia. Lo pequeño no es menor: es semilla.

Cada pausa, cada palabra dicha con honestidad, cada conversación que se anima a ir más allá del expediente, también diseña futuro.

A veces basta con cambiar una conversación, una manera de responder, una pausa, un gesto.

No para lograrlo todo. Solo para estar, de verdad, donde estamos.

ph:Burnout Syndrome, Arte digital por Pako Benoit | ArtMajeur

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